miércoles, 29 de mayo de 2013

JAQUE A LA MAFIA 3a ENTREGA.


CONTINUACIÓN.... 
Antes que Castañeda pudiera sacar con la otra mano una pistola que llevaba en la espalda, por  instinto de conservación y sin  pensarlo ni dudarlo, descargué sobre la humanidad del provocador dos balas de su propia arma. Traté que las balas hicieran diana en la parte alta del pectoral  derecho, para no poner en peligro su vida. Los proyectiles al abrirse paso por entre los músculos chasquearon, esparciendo olor a carne asada.  El viejo, ya en el suelo, alcanzó a sacar la pistola, obligándome a dispararle una vez más antes que apretase el gatillo. Esta vez la bala dio en el cuello haciéndole inclinar la cabeza como toro ante el estoque.

Al ver que doblaba el cuerpo como un árbol de caucho herido manando rojo látex a borbotones, bajé lentamente el gatillo y grité a mi hermano: _ ¡Maciel  no más!

La  sangre corrió sin rumbo, como cuando un río pierde su cauce.  En medio de la turbación,  pensé que la bala le había atravesado    la yugular.

Todo ocurrió muy rápido.  En  un abrir y cerrar de ojos la filosa lámina destruyó muchos tejidos del brazo y  mano derecha del desafortunado perdonavidas, apenas se sostenía de un colgandejo de piel.  Era un tatabuco recién podado al que las ramas a medio cortar se aferran tercamente  al tronco. La tragedia rompió la calma de la campiña y quebró mi alma, pues era el padre de mi amigo. Me animaba el pensar que había sido  algo  inevitable, pero que nunca debió suceder.

Maciel, sacudiendo la cabeza como un perro mojado intentaba liberarse de la rara fascinación que le producían la sangre   y los estruendos cada vez que el acero y el plomo anclaban en el maltrecho cuerpo del guapetón. 

_ ¡Maciel… ya,  ya pasó¡_  Volví a gritarle._  Mis  gritos lo condujeron de la roja penumbra  de la muerte a la brumosa realidad de la vida.

¿Alejandro… qué le hicimos al viejo, aún vive?  Gritó Maciel hablando con las manos.

-   Simplemente _ le  contesté con la voz quebrada _ Castañeda puso precio a nuestras vidas  y quiso  comprarlas…,  poniendo mi mano sobre su hombro bañado en sangre intenté tranquilizarlo. Quería  aliviarle su conciencia y, de paso, descargar  la mía. Esos momentos acojonan a cualquiera.

Mientras miraba al herido me  quedé pensando en que debí haber buscado otra manera para no haberle causado las graves heridas que le tenían al borde de la muerte. Tal vez, me dije, una bala certera al corazón, Nooo…, impensable. ¿Debimos no defendernos y dejarlo que nos matara? Obviamente que eso era estúpido, como animales que somos nos anima el instinto de conservación el  que, sin darnos cuenta, hace que luchemos  por la existencia; es la ley de la prolongación de la vida sin la cual no la habría en el universo.

El  viejo desde el suelo imploraba que lo rematáramos, era de aquellos que creen que es mejor morir dignamente a vivir la humillación de quedar colgando.

_ ¡Mátenme cobardes…¡_  gritaba insolentemente. 

_ ¡Tendrá que  vivir¡ _ le grité. _ ese sería el peor castigo para quien no sabe perder.

Maciel, sin chistar palabra  alguna, devolvió el machete al Chato José,  y éste lo colgó en la rama de un rojo cayeno. Enfundé mi revólver Smith y al Sánchez Amaya lo tiré a los pies del bravucón quien con la frente entre el charco de sangre se resistía a morder el  polvo, de la polvareda que él mismo había levantado.

Pero no se podía  dejar  morir al viejo por lo que era preciso buscar ayuda médica. _ ¡Tenemos que llevarlo al hospital¡ _grité al grupo de mirones. Entonces, a cual más quería ayudar al herido.  Dos camajanes lo levantaron y recostaron sobre una mesa mientras se buscaba la manera de conducirlo al médico.

Volví a la mesa de juego    a recoger el as de espadas, inseparable cómplice   y azuzador de  triquiñuelas.     Y sin mirar atrás    en compañía de mi hermano apresuradamente nos fuimos alejando del campo de la muerte; los jugadores  por atender al herido no se percataron de nuestra partida, solamente se dio cuenta  un niño quien habiendo  escuchado los disparos acababa de hacer presencia   en el lugar de la tragedia; sin percatarse, aún,  de lo ocurrido me estiró su mano para saludarme, puse mi mano sobre su cabeza y sacudiendo su melena le dije, Cuídese Mono y salúdeme a su hermana. Conocía al muchacho porque desde hacía algunos días venía visitando a su hermana, y para que nos dejase a solas le obsequiaba algunas monedas; el chiquillo, que había entendido el mensaje, siempre demoraba un buen rato comprando dulces en la tienda del Manco Matías.

            Pasamos por el campamento sin decir adiós;  no éramos capaces de enfrentar inútiles reproches.  Abandonamos  la tienda llevando en el alma el secreto temor de que apenas nuestra madre se enterara de lo sucedido la vieja moriría  de  pena.  Sabíamos que nos obligaría hacerle frente a la justicia, y ésta era ejercida por los “paralelos”, así que por nada en el mundo estábamos dispuestos a consentirlo; por ahora la autoridad era el treinta y ocho.  Si los hombres del Mexicano nos atrapaban  nos descuartizarían con sus motosierras en mil pedazos, no iban a quedarse  tranquilos luego de haberles mal herido a su principal caporal.

            Era preciso viajar a la capital, pues mi hermano aspiraba a graduarse como piloto de combate;  yo, solo conocía de cerca los panzones Antonovs rusos cuando sobrevolaban el campamento transportando tropas. Maciel  había sido infiltrado en la Armada por los Indignados; me contó en secreto que de vez en cuando ocurría un inexplicable accidente aéreo, y que  por esos días estaba por explotar misteriosamente en el aire otro Mirage.

            Como si fuese sulfuro del averno se me instaló   en las mucosas olfatorias el olor a sangre fresca, a pólvora caliente y a polvareda mesclada con angustia y escupitajos. Y tras de mí avanzaba el  almizcle de una hembra a medio calentar y la extraña aroma de una promesa incumplida.  A nuestras espaldas lentamente se iba disolviendo  un arco iris hecho con los colores de la tragedia  y delante la parca con su guadaña  pintaba negros nubarrones.
           
Metros más adelante, cuando encarábamos con decisión  el camino del destierro, jadeante y con los zapatos en la mano nos alcanzó la Negra Melia.  Se  colgó de mi brazo deteniendo nuestro avance. Y me susurró suplicante:

_ Llévame, llévame contigo. _imploraba con el alma partida en mil pEdazos;  la miré compasivamente,  en sus negros ojos se reflejaba mi  frustración.

_ Imposible, imposible. Doy  todo en el mundo por llevarte conmigo, pero no sabemos  a dónde vamos _  se lo dije con todo el corazón;  era completamente cierto, y además si ni siquiera  podía arrastrar mis botas, que pesaban como una tonelada de plomo, qué tal  sería  el peso al echarme encima el rapto de aquella negra menor de edad.


Además, con Ella la situación sería, aún, más incierta, pues dentro de poco tendríamos tras los talones a los carabineros, aliados de los hombres del Mexicano,  y era probable que nos alcanzaran antes de la mitad del camino. 
CONTINUARÁ.....

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