sábado, 5 de octubre de 2013

Respuesta a María Jimena Duzán




En varias ocasiones ha manifestado usted su interés en un intercambio epistolar conmigo. Ahora, tras una andanada mucho menos amable que cuando valoraba mi estilo, vuelve a la carga, y con dos condicionamientos además, que sea productivo y que no sirva para sembrar cizaña.
Por el tono emocional de su misiva, y sus precisas condiciones, debo entender que mis manifestaciones al país no le parecen ni provechosas ni amigables. Cada quien tiene el derecho a valorar las cosas según su criterio, el cual a su vez expresa un interés de clase.
Habría que preguntar a los estudiantes de la MANE o a los campesinos movilizados en la MIA, a quienes usted ubica tan ajenos a nuestro pensamiento, cuanta indignación o simpatía les despierta nuestra palabra. ¿Dirían la verdad con el riesgo que eso entraña en Colombia?
¿Sí es el país o la abrumadora mayoría, quien ha perdido la credibilidad en nuestra vocación de paz? Si usted, que posa de analista franca y objetiva, lo asegura de modo categórico, es probable que induzca a otros a pensar igual, aunque ello no necesariamente significa que sea cierto.
Si lo afirman casi tomados de la mano los grandes medios, prósperas empresas vinculadas públicamente a los núcleos económicos, sociales y familiares que giran en torno al poder, cabe preguntarse si no son esos círculos los desencantados.
La verdad es que en las alturas siempre se ha concebido la paz como la simple terminación del alzamiento armado, sin ningún cambio importante en las estructuras económico sociales o el régimen político del país. Algunas prebendas personales al precio de la rendición y entrega.
Nuestra posición es distinta. Colombia requiere hondas trasformaciones, sus instituciones están podridas. El Estado colombiano ha devenido en garante del enriquecimiento del sector más pudiente, y en máquina para someter violentamente la inconformidad. Eso debe cambiar.
Nuestra palabra es ignorada de manera olímpica. Manipulada o interpretada de acuerdo con las conveniencias inmediatas. Como cuando especulan que el discurso de Oslo tuvo por objeto satisfacer la galería o calmar los ánimos de los guerrilleros descontentos.
O que no hay que pararle bolas a lo que las FARC digamos por fuera de la Mesa, dando a entender que en ella asumimos una posición completamente distinta. De ese modo se genera y patrocina la idea de que cuanto decimos es falso o interesado.
Indicar que nuestra delegación de paz en La Habana ha sido autorizada para presentar un informe público sobre lo que ocurre verdaderamente en la Mesa, cosa que todo el mundo en este país reclama, se titula y comenta como una amenaza que pone en peligro la continuación del proceso.
Publicada mi Adenda necesaria, Caracol radio la presenta así, Timochenko dice que revelar avances de la mesa no es una amenaza. Usted en su nota pregunta si he calibrado las amenazas expresadas en mis últimas cartas acerca de echar por la borda la confidencialidad.
Muchos de quienes se nos acercan, temen ser absorbidos por nuestra lógica. Reconocen una posición de compromiso absoluto con las clases oprimidas y no quieren involucrarse de ese modo, resulta demasiado riesgoso para su vida y su tranquilidad personal.
Allí radica en el fondo la clave del actual conflicto. Quienes ponen en duda la legitimidad del orden de cosas y asumen en serio la tarea de trabajar conjuntamente con los más afectados por éste, con el propósito de superarlo, terminan conociendo y sufriendo el lado brutal del régimen.
Vivimos y luchamos porque ese rostro y esa mano criminal desaparezcan para siempre. Los horrores vividos en Colombia desde hace más de seis décadas por cuenta de la violencia oficial abierta o disfrazada no tienen nombre. Esa verdad pretende soslayarse a costa nuestra.
Lo hemos dicho, no tenemos reparos para dar la cara a las víctimas del conflicto, para reconocer nuestra cuota en las consecuencias de la guerra. Lo que no significa que asumamos la responsabilidad por la generación, el escalamiento y la degradación de esta.
Eso tiene que quedar claro. Ahora aparecen los restos de Fidel Castaño y el país se entera de que murió en un enfrentamiento con las FARC en San Pedro de Urabá. ¿Por qué en más de 30 años de paramilitarismo no hubo un solo enfrentamiento entre el Ejército y ellos?
Las eternamente lamentables víctimas de Bojayá, perecieron en medio de un combate de varios días contra una estructura paramilitar tolerada y apoyada por las fuerzas armadas. Las centenares de masacres paramilitares contra la población inerme o el exterminio de la UP son otra cosa.
La paz supone que salgan a flote tales claridades. Como la de las vinculaciones del narcotráfico con las fuerzas militares y de policía, el paramilitarismo, el sector financiero y la clase política. Eso no puede esquivarse con el pretexto de nuestra relación con él, que podemos explicar sin pudores.
Hablar así equivale, para ciertos sectores del país, a nuestra pérdida de credibilidad. Quisieran que el resto de colombianos los siguiera. Si así fuera, sería imposible construir una Colombia más incluyente, lo que menos quieren los devotos de la guerra y las rendiciones incondicionales.
La democracia colombiana es tan intolerante y violenta, que trabajar de manera consecuente por la paz y la reconciliación ha sido elevado a oprobio, linda con las páginas del código penal. Por eso fue privada de sus derechos políticos la senadora Piedad Córdoba.
Y por eso, pese a sus más de treinta años de lucha por hacer posible una solución política al conflicto colombiano, se pone en la picota pública al doctor Álvaro Leiva. Creí escuchar que la politóloga y periodista Claudia López salió a toda prisa del país. ¿Imagina por qué?
María Jimena, artículos como el suyo, o como los de Marta Ruíz o León Valencia, al igual que los de tantos columnistas que se pronuncian a diario sobre el proceso de La Habana, ponen de presente la inmensa expectativa del país con él y no su entrada en decadencia. Pensamos distinto, es todo.

(*) Timoleón Jiménez es comandante y Jefe del Estado Mayor Central de las FARC-EP 

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